lunes, 25 de abril de 2011

Aquellos sastres fueron nueve 25:

Muchos años atrás, al principio, fue un espacio compartido en el que los vecinos se reunían a charlar cuando el tiempo lo permitía; sacaban sillas, banquetas, taburetes y los hombres hacían partidas de naipes o dominó mientras las mujeres charlaban con sus mil labores en el regazo, desde el encaje de bolillos unas, a los zurcidos de calcetines otras y los niños jugaban a las tabas, a la unela, a los bonis, al diábolo... ¡casi suena ridículo si no fuera historia! Las noches calurosas de verano siempre había quien colocaba una hamaca en el corredor para dormir algo más fresco que en su corralito. ¡Y las verbenas! No diré nada porque todo el mundo las conoce aunque solo sea de oídas o de películas.
Después vinieron unos meses, demasiados, en los que no hubo alegría.
Y más tarde, cuando el mundo se apaciguó, aquel patio mío tan vital había quedado transformado en lugar de paso, deslucido, deteriorado y feúcho y durante años aún continuó despintándose, manchándose, humedeciéndose, agrietándose, ¡en fín!, degradándose enfermo un poco más cada día.
Luego, tras la restauración: ¡magia! Seguía siendo yo, no me he perdido ni un solo instante, pero me pusieron escaleras nuevas, colores preciosos en mis paredes, puertas en los corredores que invitan cálidas y un patio mejor que nunca jamás, ¡hasta árboles y flores colocaron! Una maravilla, ya digo.
Mientras tanto las costumbres han ido cambiado y la gente ahora se relaciona poco con los que tiene cerca, de manera que nada de sacar asientos para charlar y mucho menos para unas labores que ya nadie hace, pero sea como sea da gloria ver mi pequeño jardín y me imagino que caminar por él después de un largo día de trabajo en una ciudad saturada de ansiedad, viendo al fondo la acogedora puerta de tu casa, debe apartar sinsabores y dificultades. No puede ser de otro modo, no me cabe duda.

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