Anita ojeaba revistas sentada plácidamente en uno de los silloncitos del mirador y quedó petrificada de terror al escuchar el alarido de su hermana. Pálida, con la respiración suspendida y todos los sentidos en alerta aguardaba la voz, primero sobresaltada, de la abuela y después aquellas risas suyas con las que minimizaba cualquier dramatismo incontrolado. Pero no. En esta ocasión también su madre gritó y luego se puso a hablar con la otra hija de forma agitada formando entre las dos un guirigay de murmullos del que no conseguía entender ninguna palabra con sentido. ¿Qué habría podido ocurrir? Porque desde luego esta vez ella no tenía nada que ver con lo que fuese, ocupada como había estado las últimas semanas poniendo a punto las mascotas para los pequeñines. Y con tantísima suerte que solo podía considerarla aprobación del destino, una infusión de ánimo con el que continuar alegre por el camino que había emprendido.
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