domingo, 30 de octubre de 2011

Una Absurda Superstición 9 :

El marido, cada vez más agobiado por el mucho trabajo y el desordenado alboroto que invadía nuestra minúscula vivienda, cada día pasaba ratos más largos en el bar en la compañía de otros hombres prisioneros como él, para jugar una partida, unas cuantas partidas, cientos de partidas de cartas y dominó.
También se había integrado en una peña quinielística y de nuevo cada semana se repetía en mi casa el rito ancestral, aunque con algunas variaciones en la forma impuestas seguramente por el progreso de los tiempos modernos. Los niños ya no eran los pregoneros de números impregnados de magia, sino que ahora su misión consistía en agitar un dado en sus manitas y soplar en el interior de sus puños cerrados antes de dejarlo caer sobre el tapete de la mesa y nada de lanzarlo porque podría rodar al suelo, en cuyo caso el mal fario -incorporación modernista del marido al lenguaje familiar deportivo- quedaría asegurado.
Ninguno de los niños en particular parecía haber sido distinguido por la suerte y el cargo rebotaba de unos a otros según el criterio por completo arbitrario de su padre. Lo mismo que los dados, dos había, uno de ellos el clásico del parchís con sus puntitos correspondientes repartidos por sus seis lados y el otro, especial para quinielas, con el uno, la equis y el dos duplicados en caras alternas; la elección de uno de ellos correspondía al mago de turno semanal que, después de sopesar ambos en cada uno de sus puños durante unos instantes, acababa rechazando el otro.

A estas alturas de mi vida las prédicas de mi abuela acerca de la buena o la mala suerte estaban sepultadas en algún rincón de mi mente poco accesible y todo este asunto de las quinielas me parecía un juego de hombres chicos, lo mismo que el deporte que lo sustentaba. De manera que esta actividad fue una más de las tantas cosas que ocurrían sin mi participación, hasta que un día, sin más remedio, me vi obligada a intervenir.

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