miércoles, 7 de marzo de 2012

El Pedregal 2

Vistos por detrás solo son un niño flaco y bajito que parece menor de sus diez años, abrigado con un grueso jersey de lana tan grande que le tapa la mitad de unos pantalones tobilleros que apenas llegan a sus botazas de montaña y un hombre vestido con terno, alto, esbelto y tal vez, si uno se fija bien, algo encorvado hacia delante, que se ha tomado la molestia de salir a dar un paseo con el hijo menor o con el nieto en un trato libre de sus negocios.

Caminan despacio alejándose de la playa hacia una villa anticuada y tan atractiva desde la distancia como como una de esas casonas de película americana. A medida que se van acercando aumenta el volúmen de una música plagada de lagunas evidentes que alguien interpreta al piano.

Cruzan la cancela oxidada de puertas siempre abiertas en cuya parte superior quedan restos de alguna   inscripción que ya no puede leerse. Atraviesan por un sendero lateral de grava el jardín asilvestrado excepto en algunas zonas próximas a la casa en las que se aprecian los cuidados intencionados de alguien.

Siguiendo la música, ahora perfectamente audible, se detienen frente al ventanal abierto y allí, firmes y silenciosos, casi en postura marcial, permanecen inmóviles hasta que finaliza la música. Entonces, muy sonrientes los dos, aplauden con entusiasmo hasta que Basilia, ataviada tan estrafalariamente como a ella le gusta, segura de si misma y satisfecha, les dedica una reverencia experta.

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