miércoles, 5 de enero de 2011

Aquellos sastres fueron nueve 3:

Hace unos años me tomé a mal que me borraran las huellas del tiempo porque cada baldosa rota de la escalera, cada desconchón en la pintura de las puertas, cada mancha de humedad en las paredes, se correspondía con un recuerdo. Luego, en medio de la resignación, me dije que puesto que era inevitable mejor iba a ser dejar de lado los lamentos y disfrutarlo, porque al fín y al cabo las lorzas del alma por acumulación de vivencias a lo largo de los años, nadie puede eliminarlas, de momento. Y ahora, como entonces, seguro que será para bien.

Recuerdo a cada uno de los vecinos a los que he arropado. Todos queridos como hijos de buena madre, que es lo que me considero. Muchísimos murieron, otros se marcharon, llegó gente nueva de costumbres diferentes. Mi mandil es grande.

Han sido muchas las familias que se han cobijado entre mis paredes, casi todas numerosas al principio, en otros siglos, y algunas con un sinfín de hijos, además de abuelos y casi siempre familiares forasteros acogidos por temporadas. Y mis corralitos tan pequeños que por las noches se extendían camas turcas para dormir de dos en dos en cada una y algunos, que más pudientes se lo podían permitir, unían dos o tres, e incluso más, para hacer una única vivienda familiar amplia y si alguien pregunta por qué estos no se iban a un piso convencional, les podría explicar cuánto les gustaba vivir en comunidad. Porque en las corralas, inevitablemente, se establecía una forma de vida característica que no era posible en otros edificios. Incluso hoy, cuando las cosas son muy distintas porque la vida ha cambiado tanto, aquellos a los que arropo son especiales y no es pasión de madre. ¿O un poco sí?

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