jueves, 3 de marzo de 2011

Aquellos sastres fueron nueve 18:

Miró a Mariana mientras atravesaba el patio camino del portal aunque en realidad no la ve a ella. Cavila entre un cúmulo de preguntas que surgen en medio de tantos detalles vistos y dejados de lado y que, de repente, juntos, se ordenan ofreciendo una interpretación de las malditas obras de restauración que lo llenan todo de polvo, inesperada y sorprendente.
La impaciencia crece con cada idea surgida pero tiene que esperar, aún es demasiado temprano y la gente no madruga tanto como ella, o por lo menos Lázaro, que es su candidato a interlocutor, no lo hace; él, como siempre, continúa en el bando de los trasnochadores que jamás tienen prisa por acostarse y a quienes el sol de las mañanas les es ajeno cuando no molesto. Además, es Semana Santa y medio país hace vacaciones aunque no sean dias de fiesta, sino de duelo para algunos, los ortodoxísimos dedicados a sus viacrucis.
Mariola y Lázaro se conocen de casi toda la vida, hasta el punto de que él forma parte de la infancia de ella. No es que compartieran juegos, ni siquiera que fueran amigos en ningún momento porque una diferencia de quince años en la edad de los niños es un abismo espinoso, pero han coincidido una infinidad de veces yendo y viniendo por los espacios compartidos de la casa y siempre se han saludado con amabilidades sonrientes. Ella conoce muchos episodios de la vida de él a través de los cotilleos vecinales de la comunidad y, de la misma manera, da por supuesto que él está al corriente de los suyos.

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