jueves, 10 de marzo de 2011

Aquellos sastres fueron nueve 22:

- Esa es la cuestión. Es mi turno de presidencia en la comunidad y creo que debería hablar con el encargado, con los responsables, para que alguien nos explique con precisión como están las cosas. ¿Te parece oportuno?
- Sí, ¿por qué no? Pero a mí no me tiene que parecer nada, tú eres quien decide.
- Ya, pero quiero tu opinión. Por antigüedad esta casa es más nuestra que de nadie y supongo que a ti te importa tanto como a mí.
- O más aún, porque soy bastante más viejo y no quisiera tener que irme a morir a otra parte.
- ¡No hables así, hombre! ¡Mira qué cosas dice!
- Verdades. Se llaman verdades.
- Como quieras. ¿Hablamos entonces con ellos y luego informamos a los demás, o convocamos una reunión de comunidad y entre todos decidimos qué hacer?
- Creo preferible empezar por lo más sencillo: preguntemos nosotros dos y luego se irá viendo el campo de acción si es que lo hay.
- De acuerdo. Hay un joven rubito, me parece que es el arquitecto...
- Se quien es.
- ...que suele llegar cada mañana alrededor de las diez. ¿Empezamos por ahí?
- Muy bien.
- ¿Nos encontramos a las diez menos cinco en el patio?
- Allí nos vemos.
- Hasta luego entonces, Lázaro.
Cerró la puerta con tanta rapidez que incluso él no pudo por menos que pensar que había dado a la mujer con ella en las narices. ¡Acabaría convertido en un auténtico grosero como no tuviera cuidado! El que siempre, durante su vida entera, se había enorgullecido de ser el más cortés, correcto y caballeroso de los hombres con todo el mundo. Este asunto de la comunidad era una auténtica contrariedad que trastornaba sus rutinas y Mariola, como siempre, empeñada en tirar de él implicándole en todo. Torbellino de mujer que nunca iba a cambiar.

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