domingo, 24 de julio de 2011

Aquellos sastres fueron nueve 31:

-No sufras más de la cuenta, Inés, que ya has tenido bastante. Te he sacado la conversación con la esperanza de que por lo menos con alguno hubieran mejorado las cosas, pero veo que no, perdóname.
-Me alivia desahogarme contigo de vez en cuando, ya lo sabes. Jamás imaginé que las cosas iban a ser así. Ocho son y a cual más ingrato. Si la idea esa de la reencarnación fuera verdad pensaría que tengo alguna gran deuda anterior que pagar para que mi karma se equilibre, pero como soy católica fervorosa llevaré mi cruz lo mejor que pueda con la ayuda del cielo y...

Dejé de prestar atención. Había escuchado el mismo lamento en cientos de ocasiones y cada vez me aburría más, sobre todo porque se basaba en dogmas, prejuicios y fantasías. El que sean mis vecinos y yo los proteja como polluelos indefensos no me impide apreciar la realidad. Tal vez resulte dura para alguien que me escuche, pero recordaré solo que estoy hecha de piedras y ladrillos.
Inés en concreto me crispa, sí, sí, sí. ¡Hasta lo indecible! Claro que en algunas cosas de las que dice tiene razón, pero en la mayoría no. Todo ese dolor suyo que la ingratitud de sus hijos la provoca en realidad no es más que rabia acumulada día a día al ver que sus expectativas no se cumplen. Si se tomase el tiempo necesario para hacer un examen de conciencia, de esos que recomienda su religión, podría darse cuenta de ciertas cosas y rectificarlas. Pero no, ¡está en posesión de la verdad absoluta! y desde ahí, quien no ve las cosas de la misma manera: es su enemigo, o está loco. Pero no quiero enfadarme con ella porque después de tantos años la tengo mucho afecto, es sabido que a los hijos se les quiere por los defectos casi tanto como por las virtudes.

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