sábado, 30 de julio de 2011

Casa de Gárgolas 2:

-Matrimonio sin hijos que vive en uno de los pisos lujosísimos, ya lo verás. Reside con ellos la madre del marido desde que enviudó hace un par de años. Trabajan internas en la casa dos mujeres que se ocupan de las tareas domésticas, además de una tercera que va un día a la semana para echar una mano.
-¡Jo!
-¡Schss! Sin comentar. Cuando veas las dimensiones de la vivienda lo entenderás. Yo creo que ninguna de las tres debe de tener un rato para el aburrimiento. Al tema : el martes a la hora del desayuno echaron de menos a una de las mujeres, Isabel, y cuando fueron a su dormitorio pensando que estaría enferma la encontraron aún acostada con una navaja enorme clavada en la espalda. No hubo discusiones ni disgustos por ninguna parte, con nadie de la familia ni del barrio. Tampoco se han recibido visitas durante los últimos días, ni de conocidos ni de extraños. Al parecer todo era tan apacible y rutinario como lo es la vida en esa casa habitualmente.

La fachada de aquel edificio, cuajada de gárgolas en relieve de todos los tamaños y motivos imaginables, era como un altar, pero no uno pobretoncillo como el de la capilla de mi colegio, sino como el de una catedral dedicada a un dios que debía ser muy raro.
Confieso ahora que mi primer pensamiento fue que sería maravilloso vivir allí, pero duró un instante porque enseguida supe que jamás podría sentirme cómoda.
El portal estaba decorado en la misma línea de belleza lujosa y extraordinaria y el ascensor, como una jaula fantástica con asientos, nos trasportó hasta un rellano en el que había tres puertas. Mi padre me susurró que una era la de servicio, otra la familiar y la central que ocupaba el lugar de honor la de recibir a las visitas, porque cada planta correspondía a una única vivienda.
La sorpresa de ver llegar a quien consideraban un policía acompañado de una niña, se transformó en amabilidad comprensiva cuando mi padre explicó entre disculpas que su esposa estaba atendiendo a la abuela en una emergencia sanitaria y, con las prisas, no había encontrado otra alternativa.
Me dejaron instalada sola y a puerta cerrada en lo que llamaron cuarto de estar, con un vaso de leche y galletas en una bandeja por delante y unos cuantos tebeos que sacaron de un armario al lado.
Mientras mi padre hacía su trabajo preguntando y escuchando, bebí de un par de tragos la leche, me llené la boca de galletas y comencé mi propia tarea mirando alrededor, abriendo cajones y puertas de armarios y, lo más complicado, escabulléndome sin que me viera nadie por el resto de la casa. Por supuesto en el caso de tropezar con alguien sabía que la frase: "¿El servicio, por favor?" pronunciada con cierto tono de urgencia era infalible.

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