viernes, 5 de agosto de 2011

Aquellos sastres fueron nueve 36:

-¡Bruno, hijo! ¡Cuantísimo me alegro de verte!
-¡Qué hay abuela! ¡Te echaba de menos!
Hacía un par de semanas que no se veían y ya tenían ganas los dos de compartir un rato de conversación porque se entendían de maravilla a pesar del poco tiempo que llevaban conociéndose.
Los abuelos de Bruno se separaron muchísimos años atrás, antes de que él naciera, antes incluso de que su padre y su tío pudieran ser conscientes de que su vida familiar sería diferente de la de sus amigos, porque en aquella época la gente no solía plantearse ciertas soluciones para sus problemas y si lo hacían, en un derroche de fantasía casi utópica para la mayoría, ahí lo dejaban, en el mundo de los sueños, sin atreverse nunca a llevarlo a cabo. Acechaban tantas presiones sociales, familiares, religiosas y de todo tipo que había que ser muy valiente o un completo inconsciente. No digamos ya siendo la mujer de la pareja.
Ella lo hizo. Se marchó y durante años viajó por el mundo, deteniéndose más o menos tiempo en según qué lugares.
Sólo hacía un par de años que había regresado, cuando tras la muerte del abuelo el padre de Bruno, siempre en contacto con ella, la convenció.
Durante unos meses la casi desconocida estuvo residiendo con el hijo y su familia en la misma casa, pero tenía como bandera su independencia y en cuanto encontró un apartamento en los alrededores del barrio se trasladó y todos estuvieron mucho más cómodos.
Bruno visitaba a su abuela con muchísima frecuencia, pasaba por su casa a la salida del trabajo y conversaban. Podían hacerlo gracias a que nunca habían tenido una relación de parentesco convencional, sino que eran personas que congeniaban como auténticos amigos a pesar de la diferencia de edad y que además compartían muchos temas de interés mutuo.

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