domingo, 16 de octubre de 2011

Una Absurda Superstición 4 :

Lo peor para la abuela y lo mejor para mi llegaba la tarde de los domingos.
Mientras ella se encerraba en la cocina, el abuelo, padre y madre con su cesto de la costura se sentaban alrededor de la mesa camilla donde un gran aparato de radio voceaba gol, penalti, saque de esquina, falta y córner en distintas intensidades de volúmen según fuese el entusiasmo del narrador.
A mí, pitonisa deportiva con todos los honores, se me permitía sentarme en el butacón de mimbre utilizado habitualmente por el abuelo y que en aquellas ocasiones se colocaba a propósito de espaldas a mis hermanos para que no me distrajesen con sus juegos haciéndome perder la concentración necesaria.
Por supuesto yo no debía hablar, ni tan siquiera moverme si no era absolutamente necesario en tanto que el locutor no se despidiera hasta próxima semana y mientras tanto debía sujetar el boleto de la quiniela entre mis dos manos como si rezase.
Aunque ahora que pienso en ello me resulta extraño, no recuerdo haberme aburrido ninguna de esas interminables tardes futbolísticas, de tal manera sentía que realizaba una importante misión.
Finalizada la retransmisión radiofónica debía entregar al abuelo mi hojita sudada para que él, con la ayuda de otra que padre había ido rellenando con aquel lápiz de tinta que de vez en cuando tenía que humedecer en su lengua a lo largo del ritual en base a los resultados que la radio le dictaba, comprobase la calidad de mi trabajo.
Mi corazón se paraba en aquel instante y no volvía a recuperar el ritmo hasta que mi abuelo dictaminaba:
-No hay nada que hacer.
Contrariamente a lo que pudiera esperarse nadie se disgustaba.
Madre soltaba su labor y preparaba la mesa para cenar mientras que el abuelo y padre comenzaban a planear la siguiente quiniela teniendo en cuenta si los equipos jugaban en su casa o en campo contrario, su posición en la clasificación y vaya usted a saber cuantos otros aspectos más.

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