viernes, 11 de noviembre de 2011

Una Absurda Superstición 10 :

Resultó que mi hombre, poco a poco, había ido contrayendo deudas de juego en la taberna y para que él pudiese cumplir yo le iba dando dinero del destinado a los gastos de la casa, pero así llegó un momento en el que, además de sus chanchullos, se nos fueron acumulando recibos de pago imprescindible y de las compras que sin otro remedio teníamos que hacer fiadas a fin de semana o a plazos y cuando un día la compañía eléctrica amenazó con cortarnos la luz si no pagábamos inmediatamente, fui yo quien en secreto hizo una quiniela, una columna nada más, lo más barato, escondiéndola después bajo la peana de un San Pancracio que compré a una gitana con las telarañas de mi monedero.

El domingo por la tarde, mientras que los rincones del barrio multiplicaban el soniquete informativo del rumbo de los partidos, yo ponía perejil a mi santo suplicándole que nos librase de la vergüenza de que los vecinos llegaran a enterarse de nuestras penurias económicas.

A última hora de la tarde, cuando ya los aparatos de radio habían normalizado sus decibelios para ocuparse de las cosas del mundo, bajé a la calle a hurtadillas encaminándome a la boca del Metro más próxima que estaba tomada por una aglomeración de hombres rodeando a un muchacho que vendía cuadernillos azules y no cesaba de vocear frases ininteligibles y, al igual que todos ellos, compré la Gaceta, la Gaceta de los Deportes.
Regresé a casa corriendo, me encerré bajo pestillo en mi habitación y, arrimada a San Pancracio y con mano temblorosa, fui comprobando los resultados de mi quiniela. Tenía catorce aciertos.

-¿Cuanto cobran los de catorce esta semana?
-Depende de los acertantes que haya.
-Claro. ¿Y cuantos hay?
-Aún no se sabe, es pronto. Por la noche a lo mejor dicen algo pero hasta mañana no se cierra el escrutinio.
-¿El qué, papa?
-El recuento.
-Ah, ya.

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