Aquella semana los supuestamente afortunados acertantes de los catorce resultados cobraron un buen pellizco. No fui la única, mala suerte porque una vez metida en harina cuanto más mejor, pero aún así el dinero conseguido hizo que nuestras angustias económicas quedaran relegadas al lugar de las anécdotas que pueden contarse en el futuro para demostrar, alardeando, lo mucho que nos ha curtido la vida.
No abandonamos el barrio, pero sí nos hicimos con un piso en propiedad espacioso y con cuarto de baño completo y como el marido no abandonó la fábrica para poder tener asegurada la asistencia sanitaria y la futura jubilación, el dinero nos alcanzó para pagar el traspaso de una mercería que yo regentaría y que nos iba a permitir una vida tranquila, sin penurias económicas.
He de reconocer que el dia que nos instalamos en nuestra nueva vivienda fue para mí, sin duda, el más feliz de los vividos. Comprendo que tal vez debería decir que después del de mi boda, o del nacimiento de mi primogénito, o incluso del de mi primera comunión, pero ningún sentido tendría aquí semejante engaño. Dueña de una casa en la que podría instalar aparatos, pintar y hacer reformas a mi antojo sin tener que pedir autorización a ningún casero sancionador ajeno a la familia y con unos dineros mensuales entre el jornal de la fábrica y los ingresos de la mercería que nos ofrecían una cómoda subsistencia, en adelante no habría en el mundo nada más que yo pudiera desear. Habíamos gastado hasta el último céntimo de la última peseta del premio de la quiniela, pero gracias a eso se habían cerrado las ventanas al más crudo invierno y ante nuestra puerta brillaba una floreada primavera. Partíamos de cero, cierto, pero nuestro equipo jugaba ahora en la división de honor.
Pero... Tan poco duró mi gozo que la primera noche en la nueva casa se extinguió, se esfumó. Mi difunta abuela lo ahuyentó presentándose en mi sueño para recordarme que tendría que pagar por mi buena suerte y no iba a ser barato puesto que mucho había sido lo recibido.
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