El sol iluminaba mi cama cuando desperté y yo, que siempre había dormido en oscuras habitaciones interiores, no era capaz de disfrutar de aquella bendición que se me otorgaba por primera vez. Medio ahogada de angustia, asustada, intentaba calcular a cuanto ascendería mi deuda, porque tal vez si conseguía hacerme a la idea, pensaba, encontraría el coste razonable. Escapé de debajo de las sábanas como si estuvieran llenas de chinches y pulgas y corrí a esconder el San Pancracio, bien envuelto en unas toallas, en el fondo del armario del pasillo que habíamos destinado para trastos. Ya nunca más, por si acaso, iba a solicitar su intercesión. Le pedí un favor, él me lo había concedido y fue correspondido con perejil fresco y abundante, así que, sin más, estábamos en paz.
No fue poca la gente que intentaba convencerme de que mis temores eran infundados, debido sin duda a un exceso de humildad por mi parte que me impedía aceptar la realidad de mi buena fortuna. Que cada segundo de la vida conlleva riesgos es algo que todos tenemos asumido, pero si nos dejamos asustar solo amargura obtendremos sin por ello vernos libres de peligros. Disfrutar de la buena suerte, esa debía ser mi única preocupación, porque todo lo demás eran absurdas supersticiones.
¿Pero qué sabe la gente? me preguntaba yo. Palabras, palabras, sonidos que aturdían y que nada significaban. Para evitar tanto consejo hueco acabé simulando ser la primera en congratularme de mi buen sino cuando la ocasión lo requería, pero solo yo, con la ayuda de la abuela, sabía que los acontecimientos puramente casuales para los demás, surgían como eslabones de una cadena, escasos, aislados, inofensivos, pero que acababan por perder su aparente independencia enlazándose y ese día...
Como los grupos asfixian al individuo con su parloteo, sus puntos de vista y sus consejos, comencé a evitar a la gente. No es que me volviese huraña, porque trataba con las personas individuales de manera muy agradable y la prueba está en que la mercería no dejó de tener una abundante clientela. Incluso si eran dos las personas que se encontraban en el local la situación, aunque algo sofocante, era llevadera, pero cuando en ocasiones incontrolables se formaba un grupo el ambiente se volvía apabullador y cuando la tienda por fin se vaciaba no me quedaba mas remedio que echar el cierre, fuera la hora que fuese, ante la necesidad de ir a casa para ducharme y cambiarme de ropa porque estaba bañada en sudor.
Con todo esto que nadie vaya a pensar que tenía miedo a la gente en sí, ni mucho menos. Es que cuanto más numeroso era el grupo mayores eran también mis posibilidades de perder el control de la situación. De una sola persona podía defenderme si se hacía sospechosa de mediación para el cobro de mi deuda, pero en medio de un tumulto, por pequeño que fuera, no podía mantener la alerta sobre las maniobras de unos y otros y por lo tanto no era capaz de adivinar quien podría ser el ejecutor de mi desgracia. Sufría mucho, es la verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario