viernes, 18 de noviembre de 2011

Una Absurda Superstición 16 :

A pesar de él yo continué haciendo compras y abasteciendo a gente necesitada. Al principio y cargada con bolsas tenía que desplazarme hasta barrios muy alejados para llevar ropa y comida a familias extremadamente humildes, tal y como me aconsejaba la directora espiritual, quien me decía que únicamente repartiendo lo que se me había regalado podría conjurar al menos alguno de los males que se me avecinaban.

Bien saben los santos que durante meses seguí sus instrucciones a rajatabla pero llegó un momento en el que ya no pude más. Me encontraba agotada de tanto patearme la ciudad de una punta a otra, cargada como una mula con los pedidos que los pobres, a medida que iban cogiendo confianza, me hacían. Pero yo no era ya ninguna niña y un día en que los calambres abrieron mis dedos dejando caer las bolsas que desparramaron por el suelo arroz, sal, lentejas y latas, muchas latas de conserva que rodaron por la calle haciéndome pasar tantísima vergüenza, tomé una decisión.

No consulté con mi santera porque pensé que al fin y al cabo las opiniones ajenas solo sirven para confundirnos. La idea era que debía compartir mis bienes con el prójimo, ¿verdad?, pues como para hacerlo no era necesario desplazarse tan lejos, comencé a preguntar a la gente agradable con la que me cruzaba en la calle por su capricho, algo que les gustaría tener y que no podían permitirse hasta el cumpleaños o la siguiente paga extraordinaria y a los que aceptaban acompañarme hasta el establecimiento adecuado les concedía su deseo. Y volví a sentirme mágica, lo mismo que en la niñez cuando aguardaba arrobada, con la quiniela entre las manitas, el resultado de los partidos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario