Tampoco recuerdo durante cuanto tiempo fui feliz, poco, supongo, porque los buenos tiempos siempre son los más cortos. El caso es que un día al llegar a casa el marido me montó la escena más escandalosa de todos nuestros años de convivencia. Me ayudó a sentarme en un sillón y él, muy serio, sentado también frente a mí en una silla, sin levantar la voz y con dulzura en los ojos habló y habló. Sin prestar mucha atención porque no podía dar crédito a mis sentidos, alcancé a deducir que había llegado a sus oídos... Un despilfarro, la economía del hogar se había resentido considerablemente, no me reprochaba nada, la enfermedad y los tropezones no puede evitarlos nadie, se presentan y no hay más. El doctor me recomendaba una temporada de reposo en un ambiente tranquilo.
Fueron muchos meses los que permanecí encerrada, tantos que juntándolos en lotes podría llamarlos de otra manera pero en aquel momento solo intentaba no ser pesimista, me aseguraron que el optimismo llegaría más adelante y tenía paciencia. Todo el mundo se refería a aquel lugar como la clínica, médicos y enfermeras, los familiares, e incluso los mismo internos que preferían dejarse convencer por el criterio de la gente sana. Yo nunca me engañé, aquello era un manicomio y a los que allí vivíamos se nos consideraba locos, tanto si reposábamos como si no y solo desde esta aceptación la supervivencia mental era posible.
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