Cometimos sin embargo una grave imprudencia y fue que entre tanta actividad gratificante llegamos a olvidarnos de donde estábamos y no previmos una estrategia de disimulo adecuada para prolongar nuestra permanencia allí, de manera que acabó por llegar un momento en que las autoridades médicas nos consideraron sanados y nos dieron de alta. La idea de regresar a nuestras vidas anteriores, con nuestras respectivas familias y a sus casas no sumió en un estado de melancolía que bien podría haber significado la reinclusión de los tres en la lista de ingresos de la clínica, pero todos los trámites se hicieron con hábil rapidez. Por fortuna mi mente siempre ha funcionado con la suficiente agilidad como para incluso poder pasar por tonta si la situación me lo aconseja, de manera que la víspera del que debía ser el día de la despedida reuní a mis amigos cuando ya el resto de pacientes dormía y pasamos la noche haciendo planes.
Yo me encontraba en una situación privilegiada puesto que la economía familiar disfrutaba un momento más que desahogado gracias a la quiniela, los hijos ya estaban establecidos a medida de sus criterios y en cuanto al marido mi intuición me dictaba que se sentiría agradecido con su ángel protector al poder hacerme el favor de ser generoso y complaciente invirtiendo dinero en un piso para mí y pasándome una pensión mensual que cubriese mis gastos. Todo por mi salud, claro, si era eso lo que yo deseaba.
Un pequeño resquemor me molestaba y era la idea de que si aceptaba compartir los beneficios quinielísticos familiares una vez más hipotecaba mi futuro aunque, bien pensado, yo no había tentado a la suerte sino que me limitaba a aceptar la manutención que se me brindaba y cuya fuente de origen bien podía permitirme ignorar desde el estado de salud que ellos me habían impuesto.
No quise preocuparme pensando más. Lo único importante era que mis camaradas y yo en adelante conviviríamos juntos, sin preocupaciones, sin responsabilidades y en armonía.
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