jueves, 24 de noviembre de 2011

Una Absurda Superstición 20 :

Las cosas fueron bien durante un tiempo demasiado escaso para mis deseos.

Todo iba sobre ruedas, los tres compinches estábamos más que satisfechos con nuestra nueva vida, eramos independientes, no debíamos explicaciones a nadie por nuestros actos y nos respetábamos mutuamente. No podíamos permitirnos lujos pero ninguno los añorábamos y tampoco carecíamos de nada básico. Nos sentíamos privilegiados cuando, lo que son las cosas, la muerte regresó para reclamar una deuda que solo en parte me correspondía.

El marido había disfrutado su abundancia con una mujer bastante más joven que él, tal como suelen hacer tantos varones cuando repiten la asignatura de la convivencia y que, según los hijos, no era mas que una golfanta que solo buscaba medrar y a la que inevitablemente odiaban lo mismo que si hubiera sido una santa, era razonable. Estrenando una tarde los dos un magnífico coche muy potente y por lo visto carísimo, sufrieron un accidente y el conductor murió; su acompañante, en estado de gestación avanzado sobrevivió y salvó a su pequeño. Pero yo fui la viuda que heredó y entre los hijos y los nietos se encargaron de poner a la lagarta en su sitio.

Unas cuantas semanas más tarde mi apenada y solitaria rival, sin avisar, se presentó en mi casa con una recién nacida. Me contó que tenían planeado casarse cuando yo hubiera estado tan restablecida como para hacer frente al divorcio, pero todo había sido muy lento y ahora ella tenía que trabajar para ganarse la vida y no podía atender a la criatura, tampoco quería aceptarme una mensualidad porque ella era muy joven y aunque por el momento la pena corroía su alma, no iba a encerrarse para criar un bebé y cuando quisiera darse cuenta ver que había perdido el tren de los años gloriosos y la alternativa de contratar un ama que atendiese a la niña mientras ella trabajaba no era buena solución porque las responsabilidades seguirían siendo tan abrumadoras que la descentrarían.

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