Después de mil cavilaciones decidí que lo mejor sería tirar por la calle del medio y sin perder más tiempo me puse a ello.
Pegué el cerrojazo en mi despacho de buena suerte. Firmé un papel por el que cedía el apartamento a la vecina porque de esta manera, con las dos cajitas de cerillas unidas, ella podría vivir algo más cómoda con sus hijos; metí los documentos de traspaso por debajo de su puerta junto con la llave porque me constaba que la gente cuanto más humilde más orgullosa y yo no pretendía ofenderla, además nunca habíamos hablado fuera de los buenos dias o las buenas tardes al cruzarnos por la escalera y empezar ahora no tenía sentido. Luego fuí al banco, saqué todo mi dinero y después, con la cartera atiborrada de billetes, monté en un tren de destino desconocido para apearme en una estación cualquiera y desde allí caminar sin rumbo hasta dar con el río lugareño que encontré ancho y caudaloso.
Volqué el bolso sacudiéndolo sobre el agua y arrebujada en mi abrigo regresé a la solitaria estación muy satisfecha. Alguna que otra familia desconocida sería feliz en primavera y, lo más importante, sin acumular deudas porque nada más alejado de un pacto con la fortuna que recoger lo que la corriente arrastra, sean peces, piedras o papeles de colores.
Ahora que había acabado de ordenar los asuntos que coleaban, faltaba decidir qué iba a hacer conmigo misma. Era un buen momento para el suicidio, el más adecuado, y lo sopesé, pero no me tentaba la idea, había otras posibilidades que me atraían mucho más como por ejemplo... Por ejemplo, por ejemplo... Nada.
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