sábado, 17 de diciembre de 2011

Una Absurda Superstición 31 :

Cualquiera puede figurarse que inmediatamente mi futuro comenzó a llenarse de planes. Pero por el momento solo debía sanar, de modo que a partir de entonces procuré poner todo mi empeño en volver a estar fuerte lo más pronto posible. Llevó algún tiempo la curación porque parece ser que mis pulmones se habían resentido mucho y por lo que me dijeron, porque yo no notaba nada anormal, también mis huesos habían sufrido con la humedad de la tierra. Pasé pues una buena temporada en el hospital y aunque la estancia me resultó una especie de cura de reposo equiparable a las que siempre he imaginado que hacen los ricos en los balnearios, tuve mientras tanto sobradas oportunidades de comprobar las calamidades que se escondían bajo las harapientas sábanas de aquel miserable lazareto. Nunca había ni pensado que pudieran existir lugares así en el mundo, fuera de ciertos libros y películas, pero ahí estaba, real como el sol que cada día nos alumbra.

Cuando me dieron de alta y puesto que mi economía estaba más que nunca bajo mínimos, se me ocurrió visitar a los hijos para conseguir algún dinero con el que ir tirando durante unos días, que eran los que necesitaría para volver a reunir una fortuna. Sabía como hacerlo y me llevaría muy poco tiempo. Pero aquellos hombres y mujeres a los que un día parí se negaron a escucharme. Debía acatar sus normas y dejarme de locuras, me dijeron. Una residencia de ancianos, una nueva estadía en una loquería, el más generoso me ofreció vivir en su casa con su familia aunque, eso sí, en ningún momento me saltaría la raya de lo establecido porque en ese caso se verían obligados, en contra de sus deseos, a encerrarme.

No les escuché, a ninguno de ellos atendí y ya me iba sin dirección, a cualquier sitio que estuviera lo más alejado de ellos, cuando una de mis nueras me alcanzó después de haberse dado una buena carrera por la calle, porque yo aún era capaz de caminar muy deprisa y la sacaba un par de manzanas de ventaja. Se limitó a poner en mi mano dinero en forma de billetes muy bien enrolladitos y desearme buena suerte antes de dar media vuelta y echar a correr. Qué extraño, me dije, esta chica nunca me ha resultado ni siquiera agradable y hubiera jurado que ella sentía lo mismo por mí y sin embargo, mira tú por donde, ha sido la única que me ha tendido una mano. Qué curiosas resultamos las personas.

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