De regreso a la pensión llamé durante un buen rato a la puerta y estaba a punto de marcharme a dar un paseo imaginando que la patrona habría salido a comprar cuando la vecina de enfrente, hablándome desde la mirilla de su puerta que permanecía herméticamente cerrada, me explicó que la doña estaba dentro porque no había salido en ningún momento de modo que una de dos, o la había hecho alguna pifia y no quería saber nada de mí, o le había ocurrido algo malo. En aquel edificio no había portero y el vecindario no estaba dispuesto a fiarse de desconocidos por lo que no me quedó más remedio que bajar a la calle y buscar a un guardia. La policía encontró a la mujer tendida en su cama y muerta, con un papel en la mano en el que había escrito que su casa la legaba a su última huéspeda, una buena persona y una mujer agradable.
Aunque la semana siguiente tenía previsto cambiar de domicilio, más que nada para entretenerme mientras tanto empleé todo el día del sábado en asear y hacer un poco de orden en aquel estercolero, mezcla de chatarrería y almacén de antigüedades abandonado y así el domingo, a la hora de la retransmisión de los partidos pude sentarme con suficiente comodidad a comprobar los resultados de mis quinielas.
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Bien. Ya la tenía. El lunes por la mañana acudiría temprano a depositar la papeleta en un banco y a partir de ese momento ya podría disponer de dinero en abundancia, aunque aún no debía hacerme muchas ilusiones porque ya sabía yo que se precisan dos suertes: acertar y que acierten pocos. Pero no dudaba que la poderosa maldición de mi abuela continuaba vigente, que iba a ser incluso vitalicia y pude constatarlo. Un único acertante de catorce. ¡Ole! Ahora debía elaborar una relación de tareas, planearlas y establecer prioridades. Tenía por delante el asunto del hospital de mendigos, el de los trasplantes, el futuro de Chica y también mis hijos con los que quería tener algún detalle, sin olvidarme en particular de la nuera que me había ayudado. Y mi abuela que con toda seguridad iba a necesitar mejoras en su residencia sepulcral. Después, si me sentía con ganas, tal vez visitaría a la barragana aquella que se llevó a su hija despojándome de mi niña y, por cierto, aquellos amigos... no, ellos murieron entonces.
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