Alguien debió avisar a mis hijos que hicieron un par de visitas de compromiso durante los meses que estuve ingresada y también ellos, ignorantes de mi auténtico estado físico, hablaban de residencias para inválidos, se lamentaban de tantísimos trastornos, se referían a no se que cargas injustas. Les comprendía porque verdaderamente solo cuando eran muy pequeños fuimos una familia y de eso hacía una eternidad. No querían saber nada de mí, ni yo de ellos tampoco, de manera que tenía que esforzarme cuando menos en hablar si es que quería evitar el futuro que me estaban organizando y sobre todo porque se me habían quedado pendientes proyectos importantes.
Me entrenaba por las noches cuando nadie podía verme ni me oían y un día cuando los doctores hacían sus visitas de rutina hablé, malamente porque mi boca y su lengua no se articulaban como es debido, pero pude hacerme entender y a partir de entonces comencé un proceso de rehabilitación que no me devolvió las antíguas facultades pero me permitió mejorar la pronunciación y repuso en mi cuerpo el movimiento suficiente para ser autónomo y, aunque por comodidad me desplazaba en silla de ruedas, conseguí caminar ayudándome con muletas primero y después con solo un bastón. Al parecer había logrado mejorías que iban más allá de las expectativas del más optimista de los médicos y debía de estar muy contenta.
Como resultaba evidente que en adelante necesitaría ayuda me propuse buscar una ahijada, alguien de una cuerda parecida más o menos afín, que fuese mi mano derecha y a quien pudiese encomendar determinadas gestiones. Con ese objetivo comencé a examinar con detenimiento a todos los que trajinaban a mi alrededor.
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