No necesitaron ningún otro preparativo. Lo mismo el nieto que la abuela solían vestir y calzar de tal forma que en todo momento estaban listos para caminar en cualquier dirección y emprender cada tarea que saliera a su paso: pantalones holgados, camisetas amplias y zapatos flexibles. Era lo habitual en ellos.
Se había hecho tarde y los vecinos estarían acostándose o ya dormidos.
El patio estaba silencioso y alumbrado solo por un par de farolas que se quedaban encendidas por la noche.
Bruno y eMé cruzaron camino de la caseta de los empleados de la constructora en donde él, a oscuras, ayudado solo por el resplandor que llegaba desde el patio, recogió tres grandes y potentes linternas, un par de baterías de repuesto que guardó en los bolsillos del pantalón y un manojo de llaves.
Entraron en el cuarto de contadores cerrando la puerta tras ellos con llave y después de retirar las protecciones que los operarios habían dispuesto en el acceso al foso de la construcción descendieron con precaución pero a buen ritmo por la escalera de mano.
Lo que se denominaba sótano en realidad no era tal dada su escasa altura, sino más bien una cámara de aire por donde Bruno tenía que caminar encorvado y eMé, más bajita, podía hacerlo aunque sin erguirse por precaución.
El suelo que pisaban eran de arena, impregnada de mil olores añejos que sin embargo no resultaban desagradables.
Cada uno con un foco de luz en la mano, el chico caminaba delante y la mujer le seguía desorientada, incapaz de saber bajo qué parte del edificio se encontraban.
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